domingo, 11 de mayo de 2008

Sonidos matinales

Suena el celular, con la alarma que ODIO. Aguda, chillona, electrónica. Es tan molesta que me provoca despertarme para pararla. Después un silencio tan placentero que no puedo evitar cerrar los ojos -un segundito, ya me levanto-. A continuación, la voz de mi mamá: Son las 9, ¿a qué hora te tenías que ir?. Mi propia voz: ¡UH!. Me siento rápidamente en la cama, y oigo el roce de las sábanas y frazadas que me cubrían. Afuera, pajaritos. Adentro, la respiración de mi hermana que duerme. Busco mis anteojos, los objetos se chocan entre sí sobre el estante. Metal, madera, plástico, mis anteojos. Me los pongo, salto de la cama (es cucheta), mis pies descalzos chocan contra el piso de madera. Pasos rápidos, apurados.
Abro y cierro la puerta del baño que chirría un poco. Prendo la luz con el clac del interruptor. Agua corriendo por la canilla, cepillo rozando mis dientes; el sonido cambia si abro o cierro la boca. Gringo maúlla afuera, en el pasillo, maúlla, maúlla, maúlla -cada vez más alto y lastimoso-. Le abro la puerta, entra y es invisible, sus pasos no suenan. Ronronea y se acomoda en la alfombrita. Abro la ducha. Cierro la canilla con un ruido agudo, metálico. Los aros que sostienen la cortina se chocan unos contra otros, rozando el caño de plástico.
Me visto, la toalla me roza y luego la ropa. Del otro lado de la ventana del baño, los vecinos charlan a los gritos. Abro y cierro la puerta del baño, vuelve a chirriar.
Gringo me sigue y maúlla cada vez más fuerte. Maúlla, me mira, mira su plato vacío. Arrugo el plástico de la bolsa de Cat-Chow para agarrarla. El alimento balanceado cae sobre el plato con un repiqueteo. Gringo mastica el alimento, es crocante. Abro la canilla, agua cae por ella, la sirvo en la pava eléctrica y la apoyo en su base. Suena una campanilla: hirvió el agua, burbujea. La cucharita choca contra la porcelana mientras revuelvo el café; después la taza choca contra la pileta de metal, que suena a hueco. Abro y cierro puertas, una tras otra (cocina-pasillo-comedor). Las llaves en la cerradura y el sonido del mecanismo. El candado chocando contra la reja parece una campana.
Mis pasos sobre la vereda, los perros de las casas vecinas ladran cuando paso. En la plaza, la gente me pasa por al lado charlando, pasan autos y colectivos. Una camioneta con un parlante publicita un espectáculo infantil, una mujer carcajea, otra arroja agua de un balde sobre la vereda, cerca de mis pies. La bocina del tren y el timbre de la estación: lo perdí. Corro, mi respiración se agita. Las monedas caen una a una dentro de la máquina de los boletos, el mecanismo imprime uno y lo deja caer. El molinete succiona mi boleto por una ranura y me lo devuelve con un pip por otra. Llega el tren con un estruendo mezcla de bocina, durmientes (quetrén-quetrén) y timbre. Las puertas chocan en el interior cuando se abren, vuelven a chocar cuando se cierran, rebotan y vuelven a chocar. El tren se pone en marcha con un zumbido y el quetrén-quetrén es ahora el sonido de fondo.
El vagón está repleto, la ropa de la gente se roza, sus objetos chocan, permiso-permiso-permiso-bajás acá?-como ganado viajamos-señores llega esta oferta que no pueden rechazar. Detrás mío un celular moderno, reaggetón. Tunch-tu-tu-tun-tunch. Los timbres de las estaciones pasan rápidamente. Un bebé llora con gritos de recién nacido, insoportables. El tren aminora cuando llega a Once, la gente se choca entre murmullos para salir, choca contra las puertas. Puteadas. La voz en off de la estación que informa cosas importantísimas de la manera menos inteligible posible, y suena como un relator de fútbol en una radio adentro de una lata abajo de la tierra. Voces por toda la estación mientras la cruzo.
En la calle, bocinas de colectivos y vendedores ambulantes. En la plaza, cumbia y predicadores, a los gritos: ¡Jesús es la salvación!. En la parada del 19 un chico improvisa una batería con sus llaves y un poste. Las puertas del colectivo suenan a aire que se sopla muy fuerte, el cuero de las butacas cruje cuando me siento. El motor arranca y me acompaña todo el viaje. Me levanto, permiso-gracias-permiso-permiso-gracias, el timbre del colectivo parece un pulsador de programa de preguntas y respuestas. Las puertas se abren y chocan bruscamente, bajo pisando los escalones revestidos en goma. El motor se aleja.
Cruzo la avenida, bocinazos, motores, voces, ladridos. Toco el timbre, Barón ladra en el pasillo y corre, me mira y jadea. Tamara aparece del otro lado, me abre la puerta.

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