viernes, 6 de junio de 2008

Situación en literatura

Brooklyn Follies, de Paul Auster

Se remontaba a la época en que Rachel iba al instituto y aún vivía en casa, y ocurrió en la fría tarde de un jueves, día de Acción de Gracias, cuando faltaba media hora para la llegada de unos doce invitados, prevista para las cuatro. No con poco dispendio, Edith y yo habíamos reformado el baño de la planta de arriba, y todo estaba reluciente: baldosines, armario, botiquín, lavabo, bañera y ducha, retrete, todo era nuevo. Yo me encontraba en el dormitorio, haciéndome el nudo de la corbata de pie frente al espejo; Edith estaba abajo, en la cocina, asando el pavo en el horno y cuidando de los detalles de última hora; y Rachel, con dieciséis o diecisiete años, que se había pasado la mañana y las primeras horas de la tarde redactando un trabajo para el laboratorio de física, estaba en el baño arreglándose a toda prisa antes de que llegaran los invitados. Acababa de ducharse en la ducha nueva y ahora estaba frente al retrete, con el pie derecho apoyado en el borde de la taza, afeitándose la pierna con una maquinita Schick que funcionaba con pilas. En un momento dado, la maquinita se le escurrió y cayó al agua. Metió la mano e intentó sacarla, pero el artilugio se había quedado atascado en el fondo y no podía sacarlo. Entonces abrió la puerta y gritó:

-¡Papá!- Aún me llamaba papá por entonces -necesito que me ayudes.

Y papá fue a ver. Lo más gracioso de la situación era que la maquinita seguía zumbando y vibrando dentro del agua. Era un ruido extrañamente insistente y molesto, un obstinado acompañamiento sonoro a lo que ya constituía una situación desconcertante y curiosa, quizá sin precedentes. Y, con aquel zumbido, además de inhabitual resultaba bastante cómica. Me reí al ver lo que pasaba y cuando Rachel comprendió que no me estaba riendo de ella, se echó a reír también. Si tuviera que elegir un instante, un solo recuerdo para guardar en la memoria entre todos los momentos que he pasado con ella desde hace veintinueve años, creo que sería ése.

Las manos de Rachel eran mucho más pequeñas que las mías. Si ella no era capaz de sacar la maquinilla, no cabía esperar que yo lo consiguiera, pero lo intenté por guardar las formas. Me quité la chaqueta, me remangué, me lancé la corbata por encima del hombro izquierdo y metí la mano. El vibrante instrumento estaba tan firmemente atascado, que sacarlo parecía completamente imposible.

Nos habría sido muy útil uno de esos largos alambres flexibles que utilizan los fontaneros, pero no teníamos ninguno, así que deshice una percha metálica y la introduje en el retrete. Aunque el alambre era fino, resultaba demasiado grueso para nuestro propósito y no nos sirvió para nada.

Entonces sonó el timbre de la puerta, creo recordar, y llegó el primero de los muchos parientes de Edith. Rache seguía en albornoz, de rodillas y sentada sobre los talones, observando mis vanos esfuerzos por sacar la máquina con el alambre, y como iba pasando el tiempo, le sugerí que sería mejor que se vistiera.

-Voy a desmontar la taza y volverla del revés-le dije-A lo mejor puedo sacar el aparatito tirando de él por el otro lado.

Rachel sonrió, me dio unas palmaditas en la espalda como si pensara que me había vuelto loco y se pudo de pie. Cuando salía del baño le dije:

-Di a tu madre que bajaré dentro de poco. Si pregunta lo que estoy haciendo, dile que no es asunto suyo. Y si vuelve a preguntarte, dile que estoy aquí arriba luchando por la paz mundial.

Había una caja de herramientas en el armario de la ropa blanca, al lado del dormitorio y una vez que corté la llave de paso del retrete, fui por unos alicates a destornillar la taza del suelo. No sé lo que pesaría aquello. Logré levantarlo un poco, pero era demasiada carga para que pudiera volverlo del revés con la seguridad de que no se me iba a caer, sobre todo en un espacio tan lleno de obstáculos. No tuve más remedio que sacarlo del baño, y como temía arañar el parqué si lo dejaba en el pasillo, decidí llevarlo abajo y dejarlo en el jardín, en la parte de atrás de la casa.

A cada paso que daba, el retrete parecía pesar un kilo más. (…)Afortunadamente uno de los hermanos de Edith acababa de entrar en casa, y cuando vio lo que estaba haciendo se acercó a echarme una mano.

-¿Qué estás haciendo, Nathan?-me preguntó.

-Llevo el retrete en brazos-contesté-vamos a sacarlo fuera y dejarlo en el jardín.

Ya habían llegado todos los invitados y hasta el último de ellos se quedó boquiabierto ante el extraño espectáculo de dos hombres con camisa blanca y corbata que transitaban por las habitaciones de una casa de un barrio residencial llevando a cuestas un retrete musical en el día de Acción de Gracias. Olía a pavo por todas partes. Edith servia bebidas. Había una música de fondo, una canción de Frank Sinatra (“My Way” si no recuerdo mal) (…)

Sacamos al elefante y lo pusimos del revés en el parduzco césped de otoño. No puedo recordar la cantidad de herramientas que saqué del garaje, pero ninguna sirvió. Ni el mango, ni el rastrillo, ni el destornillador, ni el martillo, ni el punzón: nada. Y en todo ese tiempo la maquinita eléctrica seguía zumbando, entonando su interminable aria de una sola nota. (…)

Unos cuantos invitados se congregaron en torno a nosotros en el jardín, pero tenían hambre y frío, y empezaban a aburrirse, y uno por uno fueron entrando todos en casa. Pero yo no, Nathan Glass, el obstinado, el que no se rinde, siguió allí. Cuando acabé comprendiendo que no quedaba esperanza alguna, cogí el mazo y reduje a pedacitos la taza del retrete. La indomable maquinita de afeitar cayó suavemente al suelo. La apagué, me la guardé en el bolsillo y al entrar a casa se la entregué a mi ruborizada hija. (…)

No hay comentarios: